domingo, 6 de septiembre de 2009
“Ana y los lobos”
Direccíon: Carlos Saura
Año: 1972
Intérpretes: Rafaela Aparicio (madre), Geraldine Chaplin (Ana), Fernando Fernán Gómez (Fernando), José María de Prada (José), José Vivó (Juan), Charo Soriano (Luchy)
Producción: Elías Querejeta
Guión: Rafael Azcona y Carlos Saura
Fotografía: Luis Cuadrado
Música: Luis de Pablo
Montaje: Pablo García del Amo
Cuando la metáfora escapa a la censura
Carlos Saura (Huesca, 1932) forma parte de la generación que surgió entre los grandes directores como Bardem o Berlanga y el llamado Nuevo Cine Español. Desde finales de la década de los ’50 desarrollará su obra, en la que no renunciará a la crítica social y política, aunque para ello deba recurrir a la metáfora como herramienta para sortear la censura del franquismo.
Marcará un punto significativo en su trayectoria La caza (1965), primera película en la que colabora con el productor Elías Querejeta. Su trabajo conjunto dará obras como Peppermint frappé (1967), El Jardín de las delicias (1970) y la propia Ana y los lobos que nos ocupa ahora. Tras unos inicios con tendencias neorrealistas, en las películas de esta etapa se puede observar el giro hacia el simbolismo como medio para que el mensaje crítico llegara al público. Son películas más oscuras, reflejo de la sociedad franquista en la que la represión y el recorte de libertades aún no habían desaparecido, pese a la apertura económica del régimen durante los años ’60.
La tragedia es el único final
Desde el primer instante del film podemos observar que el conflicto entre el foráneo y lo local marcará la acción. El inicio de la película nos muestra a Ana (Geraldine Chaplin), una joven institutriz inglesa, atravesando un bosque de pequeños arbustos para llegar a una gran mansión aislada en la que ha sido contratada. Su trabajo consistirá en educar a las tres pequeñas de la familia, una familia que desde el primer instante revela su personalidad e intenciones. La madre (Rafaela Aparicio), una matriarca enferma y obsesionada con un pasado que no para de rememorar, y sus tres hijos, así como la esposa de uno de ellos. Los hijos son el eje principal de confrontación con Ana y cada uno representa un estamento de la sociedad franquista: José (José María Prada), un hombre autoritario y obsesionado con los uniformes militares; Juan, un pervertido que intenta seducir a Ana desde la primera noche; y Fernando, un religioso aspirante a ermitaño que trata de alcanzar a Dios mediante la supresión de sus deseos. La esposa de Juan, Luchy (Charo Soriano), queda relegada al papel de mera comparsa y no es hasta el final de la cinta, cuando amenaza con suicidarse, que su acción tiene repercusión en la trama.
Durante el primer encuentro entre Ana y cada uno de los hermanos observamos los conflictos, magistralmente sugeridos, que acontecerán durante la película. Es así que basta con observar a José registrando los libros que Ana porta y señalándose como máxima autoridad de la casa para saber que la irrupción de la extranjera ya ha alterado el orden que había establecido. Su obsesión con el poder, de la cual surge su pasión por los uniformes militares, queda explicada por el control que su madre ejerce sobre él, incluyendo el trauma de haber sido vestido como una niña hasta que celebró su Primera Comunión. Los encuentros con Juan no son menos explícitos en significado y ya en la cena en la que la conoce por primera vez, podemos ver que la mira con una mezcla de deseo y nerviosismo. A la primera ocasión que tiene, aprovechando una pesadilla de su hija, acude en busca de Ana para empezar a acosarla, sin respetar su intimidad ni las distancias, logrando incomodarla y marcando la línea que seguirá la relación entre ambos. Quizás la relación más compleja sea la que se establece entre Ana y Fernando, al ser este el personaje más ambiguo. Sus deseos de ser un ermitaño consagrado a un sentimiento místico, implican el rechazo a todas las tentaciones y placeres del mundo, que incluyen a Ana, por la que Fernando se siente fascinado y a la que desea, aunque le pese. Trata de reprimir esos instintos que buscan el placer, como lleva haciendo desde pequeño, cuando le obligaron a dejar de chuparse el dedo usando un dedal lleno de pinchos.
La desolación de la alegoría
En este contexto de tensión, el conflicto que la figura de Ana provoca nos hace reflexionar sobre la situación política del franquismo. Aislada internacionalmente, las diferencias entre la represiva y ultraconservadora sociedad católica española y el resto de países de su entorno se hacían cada vez mayores. La llegada del turismo europeo durante los sesenta remarcó estas diferencias y las hizo aún más visibles, de igual forma que vemos en la película que la actitud de Ana choca con las expectativas de los hombres de la casa, incómodos ante su independencia y seguridad. José verá como ante ella no logra imponer su autoridad, siendo ridiculizado cuando utiliza su pistola para disparar a una paloma de juguete; Juan no logra satisfacer sus deseos sexuales, deseos que lo dominan hasta el punto de intentar forzarla; Fernando logra fascinarla mediante su determinación y fortaleza de espíritu, pero al final intenta lograr de ella lo que le obsesionaba, cortar su pelo, demostrando que no es impasible a los deseos cuya negación le daban paz. Su resistencia firme a doblegarse a los deseos de los hombres de la casa terminará por provocar en estos un sentimiento de impotencia que los llevará a cometer el horrible crimen con el que finaliza la película, crimen que intuimos desde el momento en que las niñas encuentran inocentemente una muñeca enterrada, torturada y a la que le han cortado el pelo.
El final trágico, insinuado durante todo el metraje mediante una escala de violencia y tensión, llega casi por sorpresa. Tras desvelarse la verdadera naturaleza de Fernando, el enfrentamiento abierto sucede y los tres hermanos muestran sus deseos por ella, deseos que han roto el equilibrio tenso de la mansión. La mujer de Juan amenaza con tirarse desde el tejado y la madre los insta a echar a Ana, a eliminar la influencia extranjera que ha roto el orden. Ana asume su marcha y parece que puede escapar a su trágico destino, pero el respiro dura un instante y Saura termina la película con un clímax de tensión y violencia, mostrando a los tres hermanos trabajando conjuntamente para satisfacer sus pulsiones.
Como punto final, cabe destacar la fuerza visual del film, incluyendo unas imágenes y símbolos que transmiten con más intensidad que las palabras. Pese a la apariencia natural de la composición, que huye de artificios superfluos, debajo de ésta los símbolos están formados por elementos de una cotidianidad que es en su conjunto refleja una situación de patetismo absurdo. Quizás la imagen de José, pequeño y ridículo con un uniforme militar recién comprado sobre una bata, poseído por la música de una marcha militar, en la pequeñez de su museo y sintiendo el poder al usar un arma para disparar a una paloma de metal, un inofensivo juguete. Una escena que rezuma patetismo a los ojos de Ana y a los nuestros, un patetismo que hace referencia a una situación injusta que condenó a España por cuarenta años.
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