domingo, 13 de septiembre de 2009

"Gran Torino"


Clint Eastwood es probablemente uno de los pocos directores activos que aún creen en el sueño americano. Su mensaje ideológico puede calar o no, puedes estar de acuerdo con él o no, pero lo cierto es que durante las casi dos horas que dura Gran Torino conseguirá convencerte con su argumentación narrada. Cierto que cuando termine la película volverá el distanciamiento respecto a la obra y el acercamiento a la realidad, lo cual bastará para ver lo erróneo del razonamiento de Eastwood y los mecanismos usados en el film para contar su verdad. Es esta una de las mejores cualidades de la película, un sentimiento de honestidad que desborda desde el primer minuto, la clara constatación de que Eastwood sí que cree en lo que dice en la película y por eso lo cuenta, y lo cierto es que realmente sabe cómo contarlo magistralmente.

Todos los viejos fantasmas de la filmografía del director republicano se pasean por la película: el héroe solitario, la familia, la religión, el arrepentimiento... Todos los valores en los que ha forjado su universo narrativo se pueden resumir en el mensaje de este film, el sueño americano aún existe aunque no sea perfecto y ya no sean los “americanos tradicionales” los que lo estén viviendo. Siguiendo un patrón narrativo clásico, contemplamos una historia clásica norteamericana, la del hombre hecho a sí mismo (selfmade man), pero con la peculiaridad de ver que aquí el hombre se está haciendo durante el relato. El joven Thao es el vecino perteneciente a la etnia hmong del personaje interpretado por Clint Eastwood, el veterano de la Guerra de Corea Walt Kowalski que acaba de perder a su mujer y se encuentra sólo ante el salto generacional e ideológico que lo separa del resto de su familia. Kowalski encuentra en Thao y sus vecinos la familia que necesita y ayuda al joven sirviéndole de modelo en la vida, consiguiéndole un oficio, animándolo a conseguir a la chica que le gusta y hasta enseñándole a hablar como “un hombre”.

El barrio, lleno de inmigrantes de diversas etnias que chocan con el racista y malhablado protagonista, comienza a mejorar gracias a la labores que Kowalski impone a Thao como retribución por haber intentado robar su coche, un Gran Torino de 1972. Es ahí donde radica el principal escollo ideológico de la argumentación del film, pues se nota que Eastwood cree en el sueño americano y que es un sueño abierto a todo el mundo, pero sigue siendo un sueño que deben vivir a la manera americana. Sólo cuando los personajes se dejan llevar por la influencia de este veterano de guerra conservador es cuando el mundo (el barrio) comienza a ser un lugar mejor y sus habitantes (Thao) prosperan.

El final inesperado, que rompe con la dinámica violenta de autojusticia que tantos personajes de la filmografía de Eastwood hubieran empleado, nos revela el carácter de redención cristiana del sacrificio del protagonista. Mediante su muerte, expía sus pecados en la Guerra y permite a sus vecinos, en especial a Thao, disponer de una vida mejor. Eastwood logra articular tan bien la historia y cerrar la narración de forma tan brillante que dan ganas de creer en ese sueño americano que funciona en ese mundo. Pero la película termina y al despertar, contemplamos que ese mundo no es nuestro mundo, que el sueño americano no existe y realmente sería discutible si alguna vez llegó a existir de verdad.

lunes, 7 de septiembre de 2009

"Caché"


Dirección: Michael Haneke
Año: 2005
Intérpretes: Daniel Auteuil (Georges), Juliette Binoche (Anne), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (madre de Georges), Lester Makedonsky (Pierrot), Walid Afkir (hijo de Majid)
Producción: Margaret Menegoz y Veit Heiduschka
Guión: Michael Haneke
Fotografía: Christian Berger
Montaje: Michael Hudecek y Nadine Muse

Revolviendo conciencias

El cine del austriaco Michael Haneke se caracteriza especialmente por no dejar indiferente a nadie. Su temática, el uso de la violencia y de un lenguaje fílmico distinto al canon establecido por la industria de Hollywood tienen un objetivo muy marcado: hacer pensar al espectador, moverlo a la reflexión. El cine de Haneke no busca la diversión evasiva, sino más bien enfrentar al espectador cara a cara con la problemática social, hacer que se revuelva en su sillón ante un ejercicio visual difícil, lleno a veces de una violencia ni esterilizada ni artificiosa, sino dura y natural.

Desde sus primeras obras como El séptimo continente (1989) o El vídeo de Benny (1992) ya observamos estas características en su cine, que lo han terminando situando en la primera línea del cine europeo contemporáneo, reconocido por la crítica y premiado internacionalmente.

La culpa que se esconde

Georges Laurent (Daniel Auteuil) es un perfecto ejemplo de la clase medio/alta burguesa, intelectual y presentador de un programa de televisión sobre literatura, casado con una editora, padres de un adolescente. Una vivienda grande y unifamiliar en un buen barrio, coche propio y una posición socioeconómica más que acomodada. Todo parece perfecto hasta que una intervención ajena rompe el equilibrio, el envío anónimo de una cinta de vídeo en la que se observa el exterior de la casa dará comienzo de una espiral de tensión que crecerá poco a poco hasta destruir el falso equilibrio de la perfecta vida familiar. El magnífico juego de cámaras, situándonos a la vez dentro de la acción y fuera de ella mediante largos planos secuencia que se convierten en las cintas que son enviadas, dota al desarrollo de un carácter con tendencia al vouyerismo. Nos convertimos en observadores más que en partícipes de la tragedia tanto individual como familiar, tragedia desprovista de toda espectacularidad en su forma de narración, lo que incluye la supresión de la banda sonora musical y los frenéticos cambios de cámara a los que estamos acostumbrados por el cine norteamericano.

Los primeros indicios acusan a Majid (Maurice Bénichou), del que intuimos ciertos rasgos pero cuya historia ignoramos. Poco a poco Haneke nos suministra piezas del puzzle, con una paciencia que eleva el suspense de la cinta y crea un marco de intranquilidad aún mayor. A las cintas comienzan a acompañarlas dibujos infantiles y macabros que aluden a situaciones de un pasado que aún no podemos ni vislumbrar con claridad, pero cuya importancia ya intuimos sobradamente. Vemos como lentamente, con un tranquilo pero inexorable tempo marcado por el director, la situación se vuelve más y más angustiosa hasta que llegamos al clímax narrativo: tras reencontrarse con Majid y descubrirnos que era hijo de unos trabajadores argelinos de la granja en la que vivía muertos durante una manifestación del FLN (Frente de Liberación Nacional) en París en la que murieron 200 personas, lo acusa de ser el acosador que está haciéndole la vida imposible. Tras varios encuentros, Majid se suicida brutalmente ante un Georges que asiste atónito convocado por el argelino. La violencia de dicha escena no sólo impactará al espectador, sino que hará que Georges se decida a desvelar el origen de la tragedia real, la que subyace bajo el acoso de un anónimo espía, Georges mintió cuando era un niño para que enviaran a un orfanato a Majid (Maurice Bénichou) y así no tener que compartir su casa ni su suerte con él.

Su egoísmo infantil truncó las posibilidades de un futuro mejor de Majid y la culpa y la vergüenza remuerden su conciencia. La cámara que recoge los momentos de su vida para luego enviárselos, ejerce como juez objetivo que poco a poco elimina los velos que cubren de hipocresía la vida familiar, dejando al desnudo (metafórica y literalmente al final de la película) a un hombre que carga en sus hombros con el peso de haber destrozado la vida de otro y finge que nada ha sucedido, que tiene excusa, que era una cosa de críos simplemente, aunque en el fondo se tortura y las pesadillas nunca lo abandonarán.

El reflejo de una sociedad dividida

La sociedad francesa es un crisol multiétnico en el que la convivencia pacífica se antoja más y más difícil. A los (por desgracia) tradicionales racismo y xenofobia que una mayoría blanca acomodada muestran por los inmigrantes y extranjeros, se unen los sentimientos de orgullo nacidos a raíz de estas situaciones de desigualdad. La lucha del pueblo argelino se vio retroalimentada por sucesos como la matanza en la manifestación de París en 1961 que no hicieron sino reforzar sus deseos de independizarse de un país que los consideraba como a ciudadanos de segunda. La sociedad francesa, sabedora de estos prejuicios y de las consecuencias que han tenido y tienen en la vida diaria de la nación, corre un tupido velo en el que si no se comenta, si no se ve, nada ha sucedido. En el foso del olvido se entierran los vergonzosos acontecimientos como el que se nombra en la película, obligando a víctimas, verdugos y a los que ejercieron como cómplices con su silencio a vivir como si nada hubiera pasado.

En el olvido ha enterrado Georges a Majid y ha seguido su vida sin expiar su culpa. La comparación de los estilos de vida de ambos no hace sino recalcar la injusticia cometida, pero lo más interesante de la primera confrontación entre ambos es la actitud que cada uno adopta: Georges, verdadero culpable del film, es el que acude agresivo e incluso llega a amenazar a Majid, mientras que este incluso parece alegrarse por momentos de la visita del hombre que acabó con una vida mejor que tuvo al alcance de sus manos. Tal es la situación de soledad de Majid y lo asumido que tiene éste las limitaciones de su realidad diaria, que incluso desarrolla una compleja relación de afecto/odio por Georges, una repulsión que sólo parece colear a veces en ciertos matices de su discurso, pero que luego muestran a un hombre vencido, pacífico e incluso alegre de recibir una visita que rememora sus días en un pasado más feliz, un pasado en el que aún podía lograr una vida mejor.

domingo, 6 de septiembre de 2009

“Ana y los lobos”


Direccíon: Carlos Saura
Año: 1972
Intérpretes: Rafaela Aparicio (madre), Geraldine Chaplin (Ana), Fernando Fernán Gómez (Fernando), José María de Prada (José), José Vivó (Juan), Charo Soriano (Luchy)
Producción: Elías Querejeta
Guión: Rafael Azcona y Carlos Saura
Fotografía: Luis Cuadrado
Música: Luis de Pablo
Montaje: Pablo García del Amo

Cuando la metáfora escapa a la censura

Carlos Saura (Huesca, 1932) forma parte de la generación que surgió entre los grandes directores como Bardem o Berlanga y el llamado Nuevo Cine Español. Desde finales de la década de los ’50 desarrollará su obra, en la que no renunciará a la crítica social y política, aunque para ello deba recurrir a la metáfora como herramienta para sortear la censura del franquismo.

Marcará un punto significativo en su trayectoria La caza (1965), primera película en la que colabora con el productor Elías Querejeta. Su trabajo conjunto dará obras como Peppermint frappé (1967), El Jardín de las delicias (1970) y la propia Ana y los lobos que nos ocupa ahora. Tras unos inicios con tendencias neorrealistas, en las películas de esta etapa se puede observar el giro hacia el simbolismo como medio para que el mensaje crítico llegara al público. Son películas más oscuras, reflejo de la sociedad franquista en la que la represión y el recorte de libertades aún no habían desaparecido, pese a la apertura económica del régimen durante los años ’60.

La tragedia es el único final

Desde el primer instante del film podemos observar que el conflicto entre el foráneo y lo local marcará la acción. El inicio de la película nos muestra a Ana (Geraldine Chaplin), una joven institutriz inglesa, atravesando un bosque de pequeños arbustos para llegar a una gran mansión aislada en la que ha sido contratada. Su trabajo consistirá en educar a las tres pequeñas de la familia, una familia que desde el primer instante revela su personalidad e intenciones. La madre (Rafaela Aparicio), una matriarca enferma y obsesionada con un pasado que no para de rememorar, y sus tres hijos, así como la esposa de uno de ellos. Los hijos son el eje principal de confrontación con Ana y cada uno representa un estamento de la sociedad franquista: José (José María Prada), un hombre autoritario y obsesionado con los uniformes militares; Juan, un pervertido que intenta seducir a Ana desde la primera noche; y Fernando, un religioso aspirante a ermitaño que trata de alcanzar a Dios mediante la supresión de sus deseos. La esposa de Juan, Luchy (Charo Soriano), queda relegada al papel de mera comparsa y no es hasta el final de la cinta, cuando amenaza con suicidarse, que su acción tiene repercusión en la trama.

Durante el primer encuentro entre Ana y cada uno de los hermanos observamos los conflictos, magistralmente sugeridos, que acontecerán durante la película. Es así que basta con observar a José registrando los libros que Ana porta y señalándose como máxima autoridad de la casa para saber que la irrupción de la extranjera ya ha alterado el orden que había establecido. Su obsesión con el poder, de la cual surge su pasión por los uniformes militares, queda explicada por el control que su madre ejerce sobre él, incluyendo el trauma de haber sido vestido como una niña hasta que celebró su Primera Comunión. Los encuentros con Juan no son menos explícitos en significado y ya en la cena en la que la conoce por primera vez, podemos ver que la mira con una mezcla de deseo y nerviosismo. A la primera ocasión que tiene, aprovechando una pesadilla de su hija, acude en busca de Ana para empezar a acosarla, sin respetar su intimidad ni las distancias, logrando incomodarla y marcando la línea que seguirá la relación entre ambos. Quizás la relación más compleja sea la que se establece entre Ana y Fernando, al ser este el personaje más ambiguo. Sus deseos de ser un ermitaño consagrado a un sentimiento místico, implican el rechazo a todas las tentaciones y placeres del mundo, que incluyen a Ana, por la que Fernando se siente fascinado y a la que desea, aunque le pese. Trata de reprimir esos instintos que buscan el placer, como lleva haciendo desde pequeño, cuando le obligaron a dejar de chuparse el dedo usando un dedal lleno de pinchos.

La desolación de la alegoría

En este contexto de tensión, el conflicto que la figura de Ana provoca nos hace reflexionar sobre la situación política del franquismo. Aislada internacionalmente, las diferencias entre la represiva y ultraconservadora sociedad católica española y el resto de países de su entorno se hacían cada vez mayores. La llegada del turismo europeo durante los sesenta remarcó estas diferencias y las hizo aún más visibles, de igual forma que vemos en la película que la actitud de Ana choca con las expectativas de los hombres de la casa, incómodos ante su independencia y seguridad. José verá como ante ella no logra imponer su autoridad, siendo ridiculizado cuando utiliza su pistola para disparar a una paloma de juguete; Juan no logra satisfacer sus deseos sexuales, deseos que lo dominan hasta el punto de intentar forzarla; Fernando logra fascinarla mediante su determinación y fortaleza de espíritu, pero al final intenta lograr de ella lo que le obsesionaba, cortar su pelo, demostrando que no es impasible a los deseos cuya negación le daban paz. Su resistencia firme a doblegarse a los deseos de los hombres de la casa terminará por provocar en estos un sentimiento de impotencia que los llevará a cometer el horrible crimen con el que finaliza la película, crimen que intuimos desde el momento en que las niñas encuentran inocentemente una muñeca enterrada, torturada y a la que le han cortado el pelo.

El final trágico, insinuado durante todo el metraje mediante una escala de violencia y tensión, llega casi por sorpresa. Tras desvelarse la verdadera naturaleza de Fernando, el enfrentamiento abierto sucede y los tres hermanos muestran sus deseos por ella, deseos que han roto el equilibrio tenso de la mansión. La mujer de Juan amenaza con tirarse desde el tejado y la madre los insta a echar a Ana, a eliminar la influencia extranjera que ha roto el orden. Ana asume su marcha y parece que puede escapar a su trágico destino, pero el respiro dura un instante y Saura termina la película con un clímax de tensión y violencia, mostrando a los tres hermanos trabajando conjuntamente para satisfacer sus pulsiones.

Como punto final, cabe destacar la fuerza visual del film, incluyendo unas imágenes y símbolos que transmiten con más intensidad que las palabras. Pese a la apariencia natural de la composición, que huye de artificios superfluos, debajo de ésta los símbolos están formados por elementos de una cotidianidad que es en su conjunto refleja una situación de patetismo absurdo. Quizás la imagen de José, pequeño y ridículo con un uniforme militar recién comprado sobre una bata, poseído por la música de una marcha militar, en la pequeñez de su museo y sintiendo el poder al usar un arma para disparar a una paloma de metal, un inofensivo juguete. Una escena que rezuma patetismo a los ojos de Ana y a los nuestros, un patetismo que hace referencia a una situación injusta que condenó a España por cuarenta años.

"Esto ya no es lo que era..."

Por suerte, esto ya no es lo que era. El cine desde sus inicios nació con un marcado componente industrial. Tras unos primeros pasos dados por pioneros que individualmente se embarcaban en la aventura cinematográfica con mucha ilusión, ganas y curiosidad, la creación audiovisual quedó reducida en su mayoría a la que realizaban productoras y estudios capaces de competir económicamente en una industria que exigía muchos gastos y no prometía beneficios. El mercado se ha ido cerrando con los años más y más y los costes de producción y distribución no han dejado de crecer de forma exponencial. Por suerte, cada vez estamos más cerca de una situación diferente.

Internet es el nuevo medio de difusión por excelencia para la producción audiovisual. Cierto es que todavía es muy difícil convertir la popularidad y la difusión online en dinero de forma directa, y no parece que a corto plazo vaya a cambiar, pero la ventana a la creación que ha abierto no para de dar sus frutos. Este corto es uno de ellos.

Basado sólo en el diálogo entre dos jóvenes de ambiente marginal sevillano (canis), la paradoja que se produce entre la apariencia de los mismos y el contenido de su diálogo. Los temas que tocan (la inmigración, la crisis económica, la burbuja inmobiliaria y sus consecuencias, la economía internacional y la situación mundial, etc.), la línea incoherente en determinados argumentos (criticando la alienación tecnológica de la juventud y al instante demostrando formar parte de la misma) y la forma de expresión elaborada y vulgar a la vez (“te estoy abriendo una ventana culturá y tú na más que hace apedreá los cristales”), todo ello enfocado a buscar la contradicción y provocar diversión. La forma de lograrlo es dar el mayor peso al diálogo por encima de la imagen (un único plano durante toda la acción), elección que es consecuencia también de la escasez de medios. Sin embargo, ante la limitaciones para narrar, la creatividad permite sortearlas y conseguir el humilde y difícil fin de divertid. Objetivo que logran especialmente con un final en el que abandonan el elevado debate sobre la vida que mantenían para lanzarse a cometer un asalto armados con ladrillos y camuflados con antifaces de nazareno.

Cine, cine

Cuando se incluye una referencia tan directa como la del título de este blog a la canción de Poncho K, la única forma de no cruzar la delgada línea que separa el homenaje del plagio es el reconocimiento claro. No sólo reconozco la canción como inspiración a la hora de elegir el título en un espacio tan saturado de nombres ocupados (y muchos abandonados) como el de Blogger, sino que aún voy más allá y aquí está la canción, por si puede inspirar a alguien más.